martes, 3 de marzo de 2009

Memorias de ultratumba (Cuento metarrealista)


1ª PARTE


Debía ser 1980, más o menos. Igual ya ocurrió todo en el 81. No lo recuerdo bien. Era un niño de 8 ó 9 años. Rollizo, bueno y enmadrado. No tenía hermanos y, debido a una enfermedad grave de mi madre, pasaba largas temporadas en casa de mi querida iaia. Mi abuela era una aragonesa de armas tomar. Un carácter fuerte y autoritario pero, al mismo tiempo, con una visión mucho más "moderna" del trato con los niños (aunque con métodos ahora "incívicos"). Podía hacer lo que quisiera; pero si me extralimitaba o cometía alguna fechoría infantil el tortazo se oía hasta en la Plaza del Pilar (a pesar de vivir en una casa, justito al lado del cementerio, de un barrio muy a las afueras de Sabadell). Cuando terminaba el verano regresaba a casa de mis papas para empezar el curso escolar. Mi madre, que empezaba a encontrarse mejor tras pasar un año en cama y otros dos y medio de recuperación, recuerdo que ya andaba casi perfectamente. Si forzara la mente creo que acertaría con el profesor que me dió aquel curso. Apostaría que fue Don Andrés. Era un tipo ya mayor que estaba a punto de jubilarse. Siempre su brazo terminaba en una regla de un metro que servía para calentarnos las manos o el culo en esos días que igual no te salía una divisón de dos o tres dígitos. Yo lo recuerdo con especial cariño a pesar que, y seguramente su madre no tenía culpa alguna, era un verdadero hijo de puta. Primero pegaba y después verificaba que era lo que había pasado. Corría el rumor en clase que tenía mini espejitos pegados en sus enormes gafas de pasta para que, cuando nos daba la espalda para escribir con su chirriosa y estridente tiza en la pizarra, poder observarnos. Don Andrés fue un estupendo profesor de método franquista (sólo he tenido tres por suerte) que sé que quería lo mejor para nosotros. Viviamos en un barrio obrero y casi marginal, castigadísimo por la crisis del metal, donde aun no sabíamos interpretar que un joven flaco, con desagradables ojeras y andares descoordinados, era un yonqui. Don Andrés, que el demonio lo tenga en la gloria, creía que su método era el más adecuado para que no cayéramos en ciertos hábitos desaconsejables. Para algunos, como yo, funcionó y, para otros, como el pobre Guillermo o los desastrosos hermanos Aljama, no. Todos muertos y enterrados con más pinchazos que un insulinainómano. Tanto yo, como los muertos que les acabo de nombrar, tuvimos otros profesores no tiznados de franquismo; por tanto llego a la conclusión que el método fascista como el 'otro' (y digo 'otro' porque no se tenía muy claro como se debía impartir la docencia en democracia) no daba resultados infalibles en un entorno hostil donde todo el tiempo en que no estabas en clase, era porque estabas en la calle. Todos menos yo. Sí que pasé muchas horas bajo cielo, pero no tantas como hubiera deseado y que mis amiguitos si disfrutaron. En casa no se me permitió nunca pasar más de 4 horas en la calle tras salir del colegio. Algunos dirían en la actualidad que tanto tiempo era una barbaridad. Pero les aseguro que yo era de los que menos tiempo pasaba cazando ratas en las cloacas sin soterrar del barrio.


2ª PARTE


Y llegaban las noches. Recuerdo la rutina perfectamente. Cena, vaso de leche caliente, pipí y a la cama. Mi madre apagaba la luz y cerraba la puerta de mi habitación para que el volumen de la televisión no me molestara. Eso era imposible. En un piso de apenas sesenta metros cuadrados el sonido llega a todos los puntos cardinales del espacio. Pero eso es lo de menos. Cuando la oscuridad invadía mi habitación era cuando empezaba mi ritual. Recuerdo que mis músculos se agarrotaban. Cruzaba mis brazos sobre el pecho y empezaba a rezar compulsívamente. Decenas de padres nuestros seguidos; acto seguido, la imperiosa necesidad de tocar la madera de la cabecera de mi cama, una y otra vez. No recuerdo porque pero tenía claro que tocar madera me protegería de los muertos y de sus espíritus. Había oido tantas veces las historias que mi abuela me contaba sobre el tema que estaba verdaderamente obsesionado. Tanto como ella pero con cincuenta años menos. Era horrible. Intentaba no dormirme mientras me aferraba a las oraciones y a los maderos de mi cruz en forma de cama. Al final, como no, el sueño me vencía aunque, como les narraré un poco más adelante, por muy poco tiempo. Recordaba, entre otras, la historia de la casa de San Andrés. Esta casa es propiedad de una parte de mi familia y en la que mi abuela se crió. Está en Bolea, provincia de Huesca. Es un caserón enorme y, en una de sus alas, había una ermita con un santo que era el que bautizaba la propiedad. Siempre me contaron que en esa casa, en la que yo sólo he estado una vez, ocurrían cosas extrañas. Así a bote pronto, recuerdo dos. Una noche de invierno en el año 1938 se colaron dos republicanos en la ermita para pasar la noche. El propietario de la casa, mi bisabuelo, era del bando nacional y, estando en un pueblo fiel al futuro caudillo y siendo rico como era, podríamos decir que lo que él decía, iba a misa en una aldea pequeña. A saber cuantos muertos tendrá en su espalda una vez que terminó la guerra. Pero esto ya sería otra historia. Volvamos a los dos soldados republicanos escondidos en San Andrés. A parte del santo, en la ermita había otra imagen: la de la Virgen María. Una talla de madera vestida con ropa real. Los soldados, que como buenos rojos de la época, eran ateos, decidieron quemarle "los bigotes" a la Virgen (la zona del vello púbico. Teniendo en cuenta que hablamos de una talla de madera, pensaremos que debió ser una decisión simbólica). Y así lo intentaron hacer. Por la mañana, a uno lo encontraron rígido y estático con una mano asiendo los faldones de la virgen y, con la otra, quemada a causa de una pequeña tea que no soltó a pesar de quemarse toda la mano. Al otro soldado lo encontraron en el suelo, en posición fetal y con los brazos envolviendo su cabeza. Estaba tirititando y sólo sollozaba "la luz, la luz". La otra anécdota que les quería contar me es mucho más cercana. Lo que les escribiré a continuación no lo van a creer. Pero me es indiferente. La víspera en la que alguien de mi familia materna muere, desde la pared de la ermita de San Andrés, la que da a la casa, retumban tres fuertes golpes. La última vez que yo tengo noticia de esos tres golpes fue un dieciocho de marzo de 1997. El diecinueve, mi iaia moría.


3ª PARTE


Volvamos a mis noches. Tras dormir dos o tres horas, agotado de rezar, me despertaba. Mis papas ya dormían y reinaba un silencio profundo en el piso. Encendía la pequeña luz de mi mesilla de noche, me levantaba y a oscuras me dirigía al mueble biblioteca de mi padre que estaba, y está todavía, en el comedor. En casa, en vez de flamencas, toros de cartón piedra y dedales de recuerdo de Roncesvalles, había libros. Agarraba uno de ellos y me lo llevaba a mi pequeña habitación para leérmelo. Me pasaba toda la noche leyendo. Muchas veces me terminaba el libro en una sola noche. Por la mañana, justo antes que mis padres se levantaran, soltaba el libro y volvía a dormirme. Asi una noche tras otra, excepto cuando dormía en otro lugar que no fuera mi cuarto. Cuando entraba bien mi padre o mi madre a despertarme, la pregunta siempre era la misma: ¿Qué hace La Metamorfosis en el suelo? (la misma pregunta se repitió decenas de veces cambiando el título del libro: El banquete, El Quijote, Los hermanos Karamazov, La Regenta, Historia de dos ciudades, El Decamerón, etc., etc..). Nunca sabía que contestar. Tras varios meses con esta pauta de comportamiento mis padres decidieron llevarme al médico. Los médicos de la Seguridad Social de primeros de los ochenta nunca fueron santo de mi devoción. El mal diagnóstico de uno de ellos casi mató a mi madre. El doctor, un señor bajito y de poco pelo (y el poco que tenía, muy mal puesto a los lados de su ovalada cabeza) sacó un diagnóstico rápido y acertadísimo: "el niño tiene insomnio. Una tila o una valeriana antes de acostarse y mano de santo". En fin, mi ritual de las noches sufrió un drástico cambio: se sustituyó el vaso de leche por una infusión de valeriana - asquerosa, por cierto. En los siguientes meses cayeron Guerra y Paz, La Odisea, La Eneida, la obra completa de Vízcaino Casas (nunca entendí como mi padre podía leer a Vizcaino-Casas), Viaje a la Alcarria, Hamlet, La vida es sueño, La crítica de la escuela de las mujeres, El Doctor Pascal y el Ulises de Joyce). ¡Esto no puede continuar así!, exclamó mi padre una mañana de junio. Coincidió que era final de curso y empezaba mi verano en la casa de mi abuela. Pasé aquel verano acostándome tarde, durmiendo hasta el mediodía, bañándome en una piscina de goma, jugando con los perros de mi abuela y jugando al beisball (que estaba muy de moda en aquella época) con los amigos del barrio periférico de Poble Nou. Y, algunas noches, nos escapábamos al cementerio para jugar al escondite. Nos lo pasábamos, como se dice vulgarmente, teta. Una mañana de finales de agosto, mi iaia me pidió que la acompañara a casa de su amigo, el señor Pedro. El sr. Pedro vivía apenas a quinientos metros de nosotros. Era la última casa de la calle. Tras la casa ya sólo había el muro del cementerio. La casa del sr. Pedro había sido el punto neurálgico de la cultura del barrio. En ese lugar aprendieron a leer y a escribir, entre otros, mi madre y mi tío Pedro (se llamaban igual, casualidad). Mi mamá siempre me ha comentado que su aula era una habitación grande con un tabique que dividía en dos la clase. El tabique moría en la perpendicular de la mesa del sr. Pedro. A la derecha estudiaban las chicas y a la izquierda, los niños: él tenía así la perspectiva de los dos lados. Entré en casa del sr. Pedro, que ya no se dedicaba a la docencia ilegal, y tengo un recuerdo impactante del lugar. Todo eran santos, rosarios, estampitas y crucifijos. Era como una iglesia recargada de ornamentación cristiana. Las palabras de mi abuela las tengo vivas en la memoria: " a partir de ahora harás todo lo que el sr. Pedro te diga". Aquel hombre era un santero espiritista íntimo amigo de mi abuela. Recuerdo que tuve que quitarme la ropa y sentarme en una pequeña silla de mimbre de su patio interior.


4ª PARTE


Su dedo pulgar recorrió mi columna vertebral cientos de veces. Me queda aún en mi recuerdo emocional la sensación de su uña. Es hoy y no soporto una uña en mi piel. Me tiró también platos soperos llenos de agua sobre la cabeza y me hizo la señal de la cruz en todos los rincones de mi cuerpo mientras preguntaba alterado si me dolía. "Tiene a alguien cerca, muy cerca" sentenció al fin. Pasé las dos últimas semanas de mi verano yendo cada mañana a esa casa. Y siempre era lo mismo. El último día antes del regreso a casa de mis padres para empezar el curso, me dijo que me acompañaría. Y así lo hizo. A la mañana siguiente, sobre el mediodía, mi iaia, el sr. Pedro y yo cogimos el autobús de linea que llevaba al centro de Sabadell para ahí, esperar a otro bus, que nos llevaría a mi barrio de Campoamor. Saludé fríamente a mis padres y, mientras lo hacía, detrás mío el sr. Pedro gritó: 'Está aquí, lo siento". Yo no entendía muy bien que ocurría pero si sé que mi abuela se asustó, mi padre se enfadó y mi madre, mi madre no dijo nada. Como si hubiera estado antes en casa, el sr. Pedro nos apartó y se dirigió rápidamente a mi habitación. Se encerró en ella dos horas mientras a mi me enviaron a la calle a jugar. Supongo que mi padre y mi abuela, que jamás tuvieron una buena relación (mi abuela llamaba a mi padre " el gordo de navidad" ya que pesa más de cien kilos. Mi abuela los tenía a todos bautizados: 'la gilda del paralelo era mi madre y cuando los veía juntos, a mis padres, entonces los denominaba 'los marqueses de Villaverde"), se quedaron en casa discutiendo. Cuando regresé, todos me miraban excepto mi papá que no estaba. El sr. Pedro me sentó en una silla del comedor y me contó que en mi habitación moraba alguien conmigo. Insistió en que no debía tener miedo. Me dijo que era un viejo profesor de literatura y que, a través de mis ojos, él podía leer aquellos libros que le fascinaban. También me dijo que mis padres habían decidido que debía marcharse. Me condujeron a la habitación, me desnudaron y me tendieron en la cama. El rito que tantas veces había vivido en el patio de la casa del cementerio lo estaba reviviendo en mi propio cuarto. Preparó unas infusiones de hierbas en la pequeña cocina de casa y las tuve que beber (las tuve que beber durante mucho tiempo porque dejó litros y litros preparados de ese asqueroso mejunge). Por último, pintó pequeñas cruces por todas las paredes de casa. Las pintó detrás de los cuadros y fotografías para que no estuviesen a la vista. Recuerdo que estuve repintando esas cruces durante años... Tras todo esto, me besó y se marchó. Aquella noche recé como nunca. Toqué el madero de mi cama hasta hacerme daño. El sueño me venció y lo hizo de manera definitiva. No me desperté ni leí nada aquella noche ni las siguientes de mi vida. Todo lo que leí después de aquello fue con plena conciencia de mis actos. Han pasado muchos años ya. Ahora hace años que no pinto ninguna cruz y duermo con la esperanza de despertarme en medio de la noche. Tengo la necesidad emocional de abrazar y dar las gracias a un viejo profesor de literatura que me enseñó el amor por los libros. Gracias ahí donde estés y, si te has encontrado con mi iaia, discúlpala por las seguras tortas que te habrá arreado por molestar a su niño.

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