miércoles, 11 de marzo de 2009

Del seis al dos desordenado


Presiento que tras la verdad

se esconden infinidad de pequeños espejos.

Miro los reflejos y me siento atrapado

en las palabras que no digo, que no pienso.

El silencio es traidor de patrias y confianzas,

de amores y muertes venideras...



¡Ah la patria!. Algún día, con oleos gritones,

pintaré tus cuatro paredes sin ventanas.



Cierto es que no muero, o eso piensan,

pero yo me siento ir con mi ausencia

en tu cama, sin tus mañanas en mi boca.



No sé cuando, pero regresará

el pulidor de cantos rodados.

No sé cuando, no sé cuando...

Palabras vestidas con astillas,

tinta de sangre, toda tuya...



Y no sé nada de tus labios

hasta que esta noche soñé

en el mar del silencio...

olas de tu incierta presencia...
Dedicado a una buena poetisa, 1452

martes, 3 de marzo de 2009

Pseudocaligrama de la embarazada Penélope


Cabeza:

Antes que el verso marche,
dejen que les cuente como tras ser, fue.
Y fue porque retuvo un instante
el sonoro espejo del significado.

Embarazo:

Siempre y cuando
él no quiera regresar
podré contaros, si puedo,
los versos que no he escrito
ni las escaleras por terminar
de estas palabras malditas
por la inexistencia torpe
de mi premeditación,
sin alevosía hoy,
ni mañana.

Piernas:

No tengo
fuerzas
para ir
ni volver
a estos
versos
rotos
que no
he escrito hoy.



A Serrat

Memorias de ultratumba (Cuento metarrealista)


1ª PARTE


Debía ser 1980, más o menos. Igual ya ocurrió todo en el 81. No lo recuerdo bien. Era un niño de 8 ó 9 años. Rollizo, bueno y enmadrado. No tenía hermanos y, debido a una enfermedad grave de mi madre, pasaba largas temporadas en casa de mi querida iaia. Mi abuela era una aragonesa de armas tomar. Un carácter fuerte y autoritario pero, al mismo tiempo, con una visión mucho más "moderna" del trato con los niños (aunque con métodos ahora "incívicos"). Podía hacer lo que quisiera; pero si me extralimitaba o cometía alguna fechoría infantil el tortazo se oía hasta en la Plaza del Pilar (a pesar de vivir en una casa, justito al lado del cementerio, de un barrio muy a las afueras de Sabadell). Cuando terminaba el verano regresaba a casa de mis papas para empezar el curso escolar. Mi madre, que empezaba a encontrarse mejor tras pasar un año en cama y otros dos y medio de recuperación, recuerdo que ya andaba casi perfectamente. Si forzara la mente creo que acertaría con el profesor que me dió aquel curso. Apostaría que fue Don Andrés. Era un tipo ya mayor que estaba a punto de jubilarse. Siempre su brazo terminaba en una regla de un metro que servía para calentarnos las manos o el culo en esos días que igual no te salía una divisón de dos o tres dígitos. Yo lo recuerdo con especial cariño a pesar que, y seguramente su madre no tenía culpa alguna, era un verdadero hijo de puta. Primero pegaba y después verificaba que era lo que había pasado. Corría el rumor en clase que tenía mini espejitos pegados en sus enormes gafas de pasta para que, cuando nos daba la espalda para escribir con su chirriosa y estridente tiza en la pizarra, poder observarnos. Don Andrés fue un estupendo profesor de método franquista (sólo he tenido tres por suerte) que sé que quería lo mejor para nosotros. Viviamos en un barrio obrero y casi marginal, castigadísimo por la crisis del metal, donde aun no sabíamos interpretar que un joven flaco, con desagradables ojeras y andares descoordinados, era un yonqui. Don Andrés, que el demonio lo tenga en la gloria, creía que su método era el más adecuado para que no cayéramos en ciertos hábitos desaconsejables. Para algunos, como yo, funcionó y, para otros, como el pobre Guillermo o los desastrosos hermanos Aljama, no. Todos muertos y enterrados con más pinchazos que un insulinainómano. Tanto yo, como los muertos que les acabo de nombrar, tuvimos otros profesores no tiznados de franquismo; por tanto llego a la conclusión que el método fascista como el 'otro' (y digo 'otro' porque no se tenía muy claro como se debía impartir la docencia en democracia) no daba resultados infalibles en un entorno hostil donde todo el tiempo en que no estabas en clase, era porque estabas en la calle. Todos menos yo. Sí que pasé muchas horas bajo cielo, pero no tantas como hubiera deseado y que mis amiguitos si disfrutaron. En casa no se me permitió nunca pasar más de 4 horas en la calle tras salir del colegio. Algunos dirían en la actualidad que tanto tiempo era una barbaridad. Pero les aseguro que yo era de los que menos tiempo pasaba cazando ratas en las cloacas sin soterrar del barrio.


2ª PARTE


Y llegaban las noches. Recuerdo la rutina perfectamente. Cena, vaso de leche caliente, pipí y a la cama. Mi madre apagaba la luz y cerraba la puerta de mi habitación para que el volumen de la televisión no me molestara. Eso era imposible. En un piso de apenas sesenta metros cuadrados el sonido llega a todos los puntos cardinales del espacio. Pero eso es lo de menos. Cuando la oscuridad invadía mi habitación era cuando empezaba mi ritual. Recuerdo que mis músculos se agarrotaban. Cruzaba mis brazos sobre el pecho y empezaba a rezar compulsívamente. Decenas de padres nuestros seguidos; acto seguido, la imperiosa necesidad de tocar la madera de la cabecera de mi cama, una y otra vez. No recuerdo porque pero tenía claro que tocar madera me protegería de los muertos y de sus espíritus. Había oido tantas veces las historias que mi abuela me contaba sobre el tema que estaba verdaderamente obsesionado. Tanto como ella pero con cincuenta años menos. Era horrible. Intentaba no dormirme mientras me aferraba a las oraciones y a los maderos de mi cruz en forma de cama. Al final, como no, el sueño me vencía aunque, como les narraré un poco más adelante, por muy poco tiempo. Recordaba, entre otras, la historia de la casa de San Andrés. Esta casa es propiedad de una parte de mi familia y en la que mi abuela se crió. Está en Bolea, provincia de Huesca. Es un caserón enorme y, en una de sus alas, había una ermita con un santo que era el que bautizaba la propiedad. Siempre me contaron que en esa casa, en la que yo sólo he estado una vez, ocurrían cosas extrañas. Así a bote pronto, recuerdo dos. Una noche de invierno en el año 1938 se colaron dos republicanos en la ermita para pasar la noche. El propietario de la casa, mi bisabuelo, era del bando nacional y, estando en un pueblo fiel al futuro caudillo y siendo rico como era, podríamos decir que lo que él decía, iba a misa en una aldea pequeña. A saber cuantos muertos tendrá en su espalda una vez que terminó la guerra. Pero esto ya sería otra historia. Volvamos a los dos soldados republicanos escondidos en San Andrés. A parte del santo, en la ermita había otra imagen: la de la Virgen María. Una talla de madera vestida con ropa real. Los soldados, que como buenos rojos de la época, eran ateos, decidieron quemarle "los bigotes" a la Virgen (la zona del vello púbico. Teniendo en cuenta que hablamos de una talla de madera, pensaremos que debió ser una decisión simbólica). Y así lo intentaron hacer. Por la mañana, a uno lo encontraron rígido y estático con una mano asiendo los faldones de la virgen y, con la otra, quemada a causa de una pequeña tea que no soltó a pesar de quemarse toda la mano. Al otro soldado lo encontraron en el suelo, en posición fetal y con los brazos envolviendo su cabeza. Estaba tirititando y sólo sollozaba "la luz, la luz". La otra anécdota que les quería contar me es mucho más cercana. Lo que les escribiré a continuación no lo van a creer. Pero me es indiferente. La víspera en la que alguien de mi familia materna muere, desde la pared de la ermita de San Andrés, la que da a la casa, retumban tres fuertes golpes. La última vez que yo tengo noticia de esos tres golpes fue un dieciocho de marzo de 1997. El diecinueve, mi iaia moría.


3ª PARTE


Volvamos a mis noches. Tras dormir dos o tres horas, agotado de rezar, me despertaba. Mis papas ya dormían y reinaba un silencio profundo en el piso. Encendía la pequeña luz de mi mesilla de noche, me levantaba y a oscuras me dirigía al mueble biblioteca de mi padre que estaba, y está todavía, en el comedor. En casa, en vez de flamencas, toros de cartón piedra y dedales de recuerdo de Roncesvalles, había libros. Agarraba uno de ellos y me lo llevaba a mi pequeña habitación para leérmelo. Me pasaba toda la noche leyendo. Muchas veces me terminaba el libro en una sola noche. Por la mañana, justo antes que mis padres se levantaran, soltaba el libro y volvía a dormirme. Asi una noche tras otra, excepto cuando dormía en otro lugar que no fuera mi cuarto. Cuando entraba bien mi padre o mi madre a despertarme, la pregunta siempre era la misma: ¿Qué hace La Metamorfosis en el suelo? (la misma pregunta se repitió decenas de veces cambiando el título del libro: El banquete, El Quijote, Los hermanos Karamazov, La Regenta, Historia de dos ciudades, El Decamerón, etc., etc..). Nunca sabía que contestar. Tras varios meses con esta pauta de comportamiento mis padres decidieron llevarme al médico. Los médicos de la Seguridad Social de primeros de los ochenta nunca fueron santo de mi devoción. El mal diagnóstico de uno de ellos casi mató a mi madre. El doctor, un señor bajito y de poco pelo (y el poco que tenía, muy mal puesto a los lados de su ovalada cabeza) sacó un diagnóstico rápido y acertadísimo: "el niño tiene insomnio. Una tila o una valeriana antes de acostarse y mano de santo". En fin, mi ritual de las noches sufrió un drástico cambio: se sustituyó el vaso de leche por una infusión de valeriana - asquerosa, por cierto. En los siguientes meses cayeron Guerra y Paz, La Odisea, La Eneida, la obra completa de Vízcaino Casas (nunca entendí como mi padre podía leer a Vizcaino-Casas), Viaje a la Alcarria, Hamlet, La vida es sueño, La crítica de la escuela de las mujeres, El Doctor Pascal y el Ulises de Joyce). ¡Esto no puede continuar así!, exclamó mi padre una mañana de junio. Coincidió que era final de curso y empezaba mi verano en la casa de mi abuela. Pasé aquel verano acostándome tarde, durmiendo hasta el mediodía, bañándome en una piscina de goma, jugando con los perros de mi abuela y jugando al beisball (que estaba muy de moda en aquella época) con los amigos del barrio periférico de Poble Nou. Y, algunas noches, nos escapábamos al cementerio para jugar al escondite. Nos lo pasábamos, como se dice vulgarmente, teta. Una mañana de finales de agosto, mi iaia me pidió que la acompañara a casa de su amigo, el señor Pedro. El sr. Pedro vivía apenas a quinientos metros de nosotros. Era la última casa de la calle. Tras la casa ya sólo había el muro del cementerio. La casa del sr. Pedro había sido el punto neurálgico de la cultura del barrio. En ese lugar aprendieron a leer y a escribir, entre otros, mi madre y mi tío Pedro (se llamaban igual, casualidad). Mi mamá siempre me ha comentado que su aula era una habitación grande con un tabique que dividía en dos la clase. El tabique moría en la perpendicular de la mesa del sr. Pedro. A la derecha estudiaban las chicas y a la izquierda, los niños: él tenía así la perspectiva de los dos lados. Entré en casa del sr. Pedro, que ya no se dedicaba a la docencia ilegal, y tengo un recuerdo impactante del lugar. Todo eran santos, rosarios, estampitas y crucifijos. Era como una iglesia recargada de ornamentación cristiana. Las palabras de mi abuela las tengo vivas en la memoria: " a partir de ahora harás todo lo que el sr. Pedro te diga". Aquel hombre era un santero espiritista íntimo amigo de mi abuela. Recuerdo que tuve que quitarme la ropa y sentarme en una pequeña silla de mimbre de su patio interior.


4ª PARTE


Su dedo pulgar recorrió mi columna vertebral cientos de veces. Me queda aún en mi recuerdo emocional la sensación de su uña. Es hoy y no soporto una uña en mi piel. Me tiró también platos soperos llenos de agua sobre la cabeza y me hizo la señal de la cruz en todos los rincones de mi cuerpo mientras preguntaba alterado si me dolía. "Tiene a alguien cerca, muy cerca" sentenció al fin. Pasé las dos últimas semanas de mi verano yendo cada mañana a esa casa. Y siempre era lo mismo. El último día antes del regreso a casa de mis padres para empezar el curso, me dijo que me acompañaría. Y así lo hizo. A la mañana siguiente, sobre el mediodía, mi iaia, el sr. Pedro y yo cogimos el autobús de linea que llevaba al centro de Sabadell para ahí, esperar a otro bus, que nos llevaría a mi barrio de Campoamor. Saludé fríamente a mis padres y, mientras lo hacía, detrás mío el sr. Pedro gritó: 'Está aquí, lo siento". Yo no entendía muy bien que ocurría pero si sé que mi abuela se asustó, mi padre se enfadó y mi madre, mi madre no dijo nada. Como si hubiera estado antes en casa, el sr. Pedro nos apartó y se dirigió rápidamente a mi habitación. Se encerró en ella dos horas mientras a mi me enviaron a la calle a jugar. Supongo que mi padre y mi abuela, que jamás tuvieron una buena relación (mi abuela llamaba a mi padre " el gordo de navidad" ya que pesa más de cien kilos. Mi abuela los tenía a todos bautizados: 'la gilda del paralelo era mi madre y cuando los veía juntos, a mis padres, entonces los denominaba 'los marqueses de Villaverde"), se quedaron en casa discutiendo. Cuando regresé, todos me miraban excepto mi papá que no estaba. El sr. Pedro me sentó en una silla del comedor y me contó que en mi habitación moraba alguien conmigo. Insistió en que no debía tener miedo. Me dijo que era un viejo profesor de literatura y que, a través de mis ojos, él podía leer aquellos libros que le fascinaban. También me dijo que mis padres habían decidido que debía marcharse. Me condujeron a la habitación, me desnudaron y me tendieron en la cama. El rito que tantas veces había vivido en el patio de la casa del cementerio lo estaba reviviendo en mi propio cuarto. Preparó unas infusiones de hierbas en la pequeña cocina de casa y las tuve que beber (las tuve que beber durante mucho tiempo porque dejó litros y litros preparados de ese asqueroso mejunge). Por último, pintó pequeñas cruces por todas las paredes de casa. Las pintó detrás de los cuadros y fotografías para que no estuviesen a la vista. Recuerdo que estuve repintando esas cruces durante años... Tras todo esto, me besó y se marchó. Aquella noche recé como nunca. Toqué el madero de mi cama hasta hacerme daño. El sueño me venció y lo hizo de manera definitiva. No me desperté ni leí nada aquella noche ni las siguientes de mi vida. Todo lo que leí después de aquello fue con plena conciencia de mis actos. Han pasado muchos años ya. Ahora hace años que no pinto ninguna cruz y duermo con la esperanza de despertarme en medio de la noche. Tengo la necesidad emocional de abrazar y dar las gracias a un viejo profesor de literatura que me enseñó el amor por los libros. Gracias ahí donde estés y, si te has encontrado con mi iaia, discúlpala por las seguras tortas que te habrá arreado por molestar a su niño.

Se marchó Pepe Rubianes


Incluso el título de youtube está politizado cuando se trata de Pepe Rubianes:"Rubianes y la unidad de España". Yo soy catalán y español (y europeo, africano o mozárabe - es que me da pereza tener que definirme de un lugar; eso sí, mientras el lugar donde vivo no sea atacado).
No hay personas de primera ni de segunda. No hay españoles superiores o inferiores. Eso sí, hay españoles que pensamos que España no es una y grande, sino que es plural y normal. La unidad y la grandeza son discursos decimonónicos, monarquitotalitarios, caudilleros, bajopalieros. Esos son discursos que no respetan la pluralidad, que atacan a la gente por ser de un lugar concreto (como el comentario de alguien que decía de que le iba a servir ser catalán en el infierno a Pepe). Esa gente que, estoy convencido que en una mesa, cenando con amigos, critica ferozmente el tercer Reich antisemita pero se permite utilizar comentarios sobre el sentido de pertenencia de una persona para juzgarla y criticarla, sin parar a escuchar lo que realmente dice; creyendo a pies juntillas lo que dice una parte de la prensa y convirtiéndolo en dogma de fé. Tan tontos son los que interpretaron mal el mensaje de Pepe desde la perspectiva española como de la catalana. Esa es la puta España a la que se refería Pepe. Y cuanta razón tenía.

lunes, 2 de marzo de 2009

¡No lo entiendo, Platón! (Cuento)


Tras aclarar la cabeza con dos golpes negativos en el aire, comienzo a sentir conciencia sobre mí mismo. Una leve luz gris me envuelve. Tumbado en el frío cemento, con la parte posterior de la cabeza otra vez apoyada, miro al techo de hormigón, confundido. Tengo frío; estoy desnudo.


Cruzo los brazos sobre mi estómago mientras ruedo media vuelta para acabar la sinfonía del movimiento en una postura fetal. Noto la mejilla pegada al suelo, abro los ojos todo lo que mis párpados dan de sí y doy orden a mis pupilas que asciendan a los bajos de mi hueso frontal. Siento un pinchazo en mis globos oculares que rápidamente generan un fuerte dolor de cabeza. Y aguanto el dolor en un ‘re sostenido’. Esta nueva sensación incómoda alivia, en cierta manera, el tremendo pinchazo de dolor que gritó en mi vientre. Los lagrimales trabajan a toda máquina. Lo último que siento es mi propio llanto.


Han pasado los años. A pesar de no saber que ocurrió, mi memoria debe haber encontrado un lugar recóndito donde esconder los datos que pudieran darme alguna pista. Y tanto tiempo ha pasado, que ni recuerdo que debe haber recuerdos del suceso.


La gris luz permanece pero no es tan homogénea como creo que debería ser. Mis pantalones cortos, mi gorrita de lana y un par de libritos es todo lo que poseo. Y un grito desde una ventana. Una señora chilla mi nombre y yo corro hacia la voz. Es la mujer que me abandonó desnudo; pero yo no lo recuerdo.


Un día cualquiera, paseando cerca del parque, con el dobladillo de los jeens vuelto, siento ciertas primeras experiencias con la luz. Proyectan sombras sobre el mantel de cemento de la pared. Algo presiento en ellas a pesar de darles la espalda. Me giro de repente para mirarlas fijamente... el dolor de mis ojos provoca un rápido arropamiento de las palmas de mis manos en ellos. No entiendo nada y vuelven mis gritos. Son recuerdos vagos de Munch que habría visto en alguna lámina. O en la televisión. Publicidad.


Luz errónea. Pero es un dato que yo desconozco. También desconozco si es luz; así la bauticé un día y las características que he decidido que me describan reafirman mi argumento. No importa. Aprendí no sólo a mirar las sombras (a pesar del fuerte dolor), también a tocarlas, a jugar con ellas en mis manos. Ellas dejan ser manipuladas e incluso, alguna vez, penetradas; y otras, simplemente convencidas. Todo es tan fácil. Hasta que aparece un amigo que viene a informarte que parte. No consigo entender como demonios consiguió entrar en mi cubículo de cemento para darme la noticia. No tiene aberturas. No importa. Se marchó.


Y pasan las horas. Lentas.


Es todavía temprano para conseguir cierta sensación mal interpretada de libertad. Tengo la suficiente autonomía para moverme dentro del gris. Vienen a mi memoria, de vez en cuando, viejos sueños sobre la quietud de las piedras del río mientras las aguas, que forman su nombre, pasan. Es un pensamiento tan arriesgado que, en un mecanismo de autodefensa, todo termina con la sombra del mar de un Antonio Machado cabizbajo, paseando entre sus árboles, mientras sueña secretamente en Zenobia y en los rostros que describió su marido tras la boda en St. Stephen. Todos tras el cristal de una ventana que no poseo.


Y llegó un momento. Toda la luz gris se disuelve. El cemento se derrite formando montones rugosos en el suelo. Salto por encima de ellos y caigo, con un estrepitoso silencio, sobre el césped. Es noche cerrada. Sólo media luna árabe pinta de color blanco el cielo. Brisa y cuchicheos de hojas secas que bailan, en círculo, cerca de los chopos. Y frío, mucho frío. Mis dientes se martillean: el norte y el sur otra vez enfrentados.


¡De repente lo escucho!. Es una espera tranquila ese ruido de pasos. Pero sé bien, ¡vaya si lo sé!, que se acercan a mí. Quiere atraparme. Imagino los lamentos de mi futuro asesino por no haberme dado caza aún. Pero la situación ahora es reversible. Él y yo lo sabemos. No ha podido entrar nunca en mi cubículo. Daba vueltas alrededor, haciendo ostentación de su presencia, pero con la sonrisa de la resignación estéril pegada en los labios. Pero ahora ha olido mi miedo y se acerca sigilosamente, sediento de mis entrañas, ansioso de poder utilizar, de una vez por todas, su separador de Finochietto que guarda desde hace décadas. Y ahora tiene su oportunidad.


Ando despacio primero sin un rumbo argumentado. Sólo tengo claro que debo llegar a los árboles antes que él. Oigo sus pasos tras los míos; pero no me atrevo a mirar. Mis pasos han evolucionado hacia el trote nervioso. Mis oídos interpretan perfectamente como me persigue. Por fin, mi mano izquierda, logra tocar la corteza del primer árbol del bosque. Con un leve empujón, casi de refilón, ese movimiento consigue darme fuerzas para orientar mi carrera descoordinada hacia el interior de la vegetación. Es inútil ya que caigo de bruces a causa de unos matojos que han elaborado nudos de espino en mis piernas. La carrera de fuertes zapatazos de mi verdugo está ya cerca. El vapor de mi boca sale expulsado a borbotones. Es lo último que imagino. Lo último que se escucha en el bosque es un grito agudo femenino que dice que he entrado en parada. Vuelvo a estar desnudo. Con los globos oculares hinchados y las pupilas alojadas en el dolor de las sombras.


Pasan los años. No me pregunto ciertas cosas. Vivo cómodo en mi cubo de cemento con las últimas tecnologías al alcance de mi mano: poseo una rueda, un palo y una revista de Playboy. Estoy contento con mi soledad. Sé que ahí fuera está el silencio y él, con sus eternos paseos acosadores de mi espíritu. Prefiero mi guarida, mis sombras manipuladas y los recuerdos alojados en el olvido.


Pasan los años. Una mañana de agosto, una de mis sombras menos motivadas, avisa al 091. Hace días que no han imaginado mi presencia en el rellano. Además de un putrefacto olor que envuelve y pinta el gesto de los rostros de los que se acercan. Es mi cadáver. Un cuerpo fofo, tocado de una alopecia grasa y, con los últimos de Filipinas, lacios y caídos a un lado. Estoy sentado en un sillón, con un bote cilíndrico vacío de patatas fritas (quedan algunas migajas de ellas sobre mi regazo). Indudablemente mi aspecto indica claramente que estoy muerto. No queda más que algo de carne en descomposición abrazada a unos huesos frágiles por el uso y la carga de un sobrepeso digno de cualquier partenaire de Divine. El forense así lo certifica al cabo de un buen rato. Lo de mi muerte; lo de Divine lo piensa pero es formalmente aburrido para expresarlo abiertamente.


Dos días después, tras pasar unas horas en una sala aséptica para que extirpen todos mis órganos y los pesen, deciden que deben colocar mi cuerpo al ‘Proceso de ensombramiento de la pared de la izquierda’.


Tras un breve proceso burocrático que termina con mi cuerpo en un nicho, me trasladan inmediatamente a mi destino para los próximos 77 años. De momento, me instalan junto a la cama de un niño de pocos años.


Ten cuidado. Puede ser la cama de tu hijo y no imagino que papel debo interpretar.

EL DIARIO DE PATRICIA URQUIJO (Cuentito)


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14 de diciembre, lunes:


Esta mañana me he despertado fatal. He tenido examen de mates y lo voy a suspender. Mamá se lo va a tomar mal. Suerte que el pesado de papá me ayudará como siempre. Cuando traiga las notas a casa le necesitaré. En clase he visto a Javier. ¡Qué guapo y que poco caso me hace!. La imbécil de Laura lo tiene atontado. Eso de tener las tetas más grandes y el cerebro más pequeño del colegio se ve que puntúa. ¡Idiotas son los tíos!. Laura: estás muerta... Lo dejo por hoy. Papá está a punto de subir para darme los besitos de buenas noches... ¡Qué pesado!.


15 de diciembre, martes:


Con lo bien que empecé el día y lo mal que lo he terminado. Nada más llegar al instituto Javier se ha acercado a mí para preguntarme a qué hora teníamos el examen de historia. ¡Buah!, me he puesto roja como un tomate. Javier es diferente. En vez de reírse, me ha a sonreído y me ha guiñado un ojo antes de volver con sus colegas. Luego, poco a poco, el día se ha ido torciendo. El examen me ha ido mal. La ‘imbécil’, que me ha visto con Javier, se ha acercado para marcar el terreno. Ha venido con tres más de segundo y claro, como son mayores que yo, se aprovechan. ¡Yo qué culpa tengo que Javier esté repitiendo curso y la suerte lo haya puesto en mi clase!. ¡Imbéciles!. El pellizco de la gorda esa, que no sé como se llama, me duele. Suerte que el moratón que me ha hecho está cerca de los otros y papá no se dará cuenta. Hablando de papá; lo dejo por hoy que estará a punto de subir. ¡Qué pocas ganas tengo!. ¡Qué pesado!. A ver si se pone algo en esas manos que rascan mucho cuando me acaricia.


16 de diciembre, miércoles:


Mamá se ha ido de viaje. Desde que cambió de empleo pasa más tiempo en Ámsterdam que en casa. Igual, los viejos, acaban separándose. El poco tiempo que están juntos se lo pasan peleando. Si por lo menos no hubiera muerto Beti... La echo de menos. Mucho. Hay días en que aun la oigo llorar. Hoy no ha habido examen. Javier no ha venido al instituto. He intentado localizar a la ‘imbécil’ y tampoco la he visto. ¿Y si han hecho ‘campana’ juntos?. Me muero, me muero, me muero. Pero antes la mato. ¡Juro que la mato!. Papá estaba extraño en la cena. Me miraba raro. Además ha bebido mucho. No quiero que suba esta noche.


17 de diciembre, jueves:


Hoy no he ido a clase. Tras lo de anoche, esta mañana no tenía ganas de nada. Y sigo sin tenerlas.


18 de diciembre, viernes:


Ni ayer ni hoy he visto a papá. Fue todo tan extraño. No le he oído en todo el día pero sé que está en casa. Debe estar en el sótano; no me explico que hará tantas horas ahí metido. Espero que hoy no beba.


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Me duele todo. Papá nunca había sido tan bestia acariciando como ayer. No me gusta que me obligue a tocarle. Yo no quiero; pero es papá y debo hacerlo. Pero que no beba, por favor, que no beba. Cuando lo hace, como el otro día, todo es demasiado extraño y violento. No me gusta nada todo lo que tengo que hacer. Ya no tengo que volver al instituto hasta pasadas las navidades. No sé como lo haré para ver a Javier. No sé donde vive ni por donde andará. A la que sí puedo vigilar es a la ‘imbécil’ y saber alguna cosa con certeza ya de una vez por todas. Vive cerca de casa y no será difícil seguirla. Oigo a papá. Se le ha caído un vaso al suelo. Mañana sigo, voy a hacerme la dormida para ver si no me molesta.


19 de diciembre, sábado:




20 de diciembre, domingo:




21 de diciembre, lunes:


Tiene razón papá. La sangre es escandalosa; pero si es lo normal, es lo normal. Aun así, no me siento bien. Me gustaría poder hablar con alguien. Desde que murió Beti ya no tengo a nadie. Además, en sus últimos meses, estuvo tan callada, tan triste, que es como si hubiera muerto medio año antes. Se pasaba el día llorando en su habitación. Recuerdo bien sus últimas semanas. No salía nunca, no decía nada. Algún que otro sollozo y algún grito de dolor en mitad de la noche. Papá no se separó ni un solo instante de ella. Fue bueno; sin duda mucho más que mamá que no le hizo ningún caso. Nunca entenderé porque no me dejaron ir a su entierro y porqué no puedo hablar de ello con nadie. Ya sé que si hablo con alguien de Beti ella no descansará en paz; pero si los muertos están muertos, ¿a quién perjudico?. No lo entiendo. Pero papá y mamá se enfadan si saco el tema. Me duele todo. Papá me hizo daño. ¡Cómo rasca su barba!. Tengo todo el cuerpo irritado. Qué raro es eso de quererse. No me gusta querer. No me gusta que me quieran. Luego iré a seguir a la imbécil. Necesito salir de casa un rato. Espero que papá duerma toda la mañana.


....


Esta mañana, después de salir de aquí, he estado una hora escondida en el parque delante de la casa de la imbécil. Cuando por fin salió fue para ir al ‘Pato Azul’ a encontrarse con la gorda y con dos más que no había visto en mi vida. Estuvieron tomando refrescos y riendo escandalosamente. Seguro que se reían de mí. Las odio. Luego ha regresado a su casa y he visto que sus padres montaban los esquís en el coche y se iban sin las petardas de la imbécil y de su hermana mayor (que no sé como se llama). Sólo hago que darle vueltas a la cabeza. Seguro que si su hermana mayor se marcha por la noche con sus amigotas, la imbécil de Laura aprovechará para quedar con Javier. No sé que hacer. Estoy desesperada porque por las noches no puedo salir. Vendrá papá a quererme. Seguro.


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Está anocheciendo. Después de estar un rato medio dormido en el sofá, papá está en el sótano de nuevo; no me atrevo a bajar a ver que hace (si me ve se enfadaría mucho. ¡Maldita prohibición!). He aprovechado para intentar comer algo en la cocina. Me moría de hambre pero, una vez que he abierto la nevera, todo me ha dado asco y no he probado bocado. Papá sigue estando raro. No deja de mirarme cuando cree que no le veo. Y cuando me mira, haciéndose el dormido, sé que se toca. Sé que se toca. Sé que se toca. Hoy lo ha hecho un par de veces. Esta noche me tocará quererlo. No me gusta. No me gusta quererle. Ojalá fuera él el muerto y no mi hermana. O mejor aun, que mamá fuera la muerta. O los dos y que me dejen sola de una vez. Bueno, sola no, con Javier.


22 de diciembre, martes:


He matado a papá. No sé bien como pasó, pero sé que después de empujarlo escaleras abajo, no se movía. Aun debe estar ahí. Mamá llega esta noche. ¿Qué hago?. Podría esconderlo en el sótano. Tengo miedo.


....


Papá no está. Cuando he salido de mi habitación, me he asomado lentamente a la barandilla y él no estaba. Hay algo de sangre. He bajado poco a poco las escaleras. He pasado mucho miedo. Sólo me oía respirar agitadamente y se me escapaban pequeños sollozos. He mirado por todas partes del piso de abajo: cocina, comedor, despensa, baños. Nada. No me atrevo a bajar al sótano. Sé que debe estar ahí. Tengo miedo. ¿Qué hago?...


....


Él debe entender que fue sin querer. No quería hacerle daño pero él me lo estaba haciendo a mí. Me tocaba con sus rugosas manos dejando marcados sus dedos en mis muslos mientras, con su hiriente barba de tres días, destripaba mi cosita. Tengo que ir a pedirle perdón, tengo que bajar al sótano antes que anochezca y llegue mamá. Si se entera de todo esto se enfadará. No he sido buena niña, no he sido buena niña. Tengo que pedirle perdón. Voy al sótano a buscarle.


....


Creo que no me ha visto... creo que no me ha visto... o sí. No lo sé. He bajado sin hacer ruido porque no quería asustarle si estaba durmiendo. Casi al llegar abajo he oído que estaba susurrando algo justo detrás de la enorme estantería de trastos. Hay muy poca luz ahí abajo y no se ve prácticamente nada. Hablaba en un tono muy cariñoso, como cuando habla conmigo. He estado agazapada, no sé cuanto rato, hasta que he empezado a oírle roncar. Entonces, con mil pulsaciones y temblando de miedo, me he acercado poco a poco. Muy lentamente. Tenía mucho miedo. Al llegar a la esquina de la estantería he asomado la cabeza un solo instante. Detrás del cuerpo de papá que dormitaba apoyado en la pared, he visto la figura de una niña desnuda, que se tapaba la cara con las manos y que balanceaba su cuerpo desde sus propias rodillas hasta la pared; como si fuera un péndulo de carne. No se veía bien pero juraría que era Beti. Pero, ¡no puede ser!. ¡Yo la vi muerta en su habitación!. Papá me la dejó ver un momento desde la puerta. Recuerdo el blanco de su carne, el silencio de su boca y la quietud de su cuerpo. ¡Estaba muerta!, lo sé. Estoy medio mareada. Tengo hambre. Tengo sueño. ¡Y mamá sin llegar!. ¡La odio!. Voy a tumbarme un rato... me estoy marean...


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¡ Dios mío !. ¡ Es horrible ¡... ¡ no puede ser !. Beti está muerta y la tengo sentada a mi lado. Hace unos minutos me ha despertado la sensación de tener unos ojos clavados en mí. Me he sobresaltado y, al abrir los míos, he visto una figura blanca sentada en la silla de mi escritorio que me miraba quieta. Creo que se me ha parado el corazón un instante. He sentido un dolor en el pecho tan profundo que me han quedado los pulmones atrapados en una caja torácica inmóvil. He ahogado un chillido con las manos cuando he reconocido a Beti. Se me ha escapado un poco de pis. Sí Beti, mi hermana muerta. O la que creía que estaba muerta. Aun no lo sé. La tengo a dos metros y no sé que es lo que estoy viendo. Me estoy volviendo loca.


Al rato, al ver que no se movía, que no me hablaba, he empezado a moverme yo. Parece que me he tranquilizado un poco. No me he atrevido a acercarme a ella. Está ahí, a mi lado, callada y quieta. Con el pelo cayendo sobre sus ojos abiertos. Después intenté hablarle. Casi no me ha salido un ‘hola’ de la boca pero ha dado lo mismo. Parece que no me oye; sólo mira. Sólo me mira. ¿Y papá?, ¿qué será de p...


------- Se ha levantado. Beti se ha levantado y viene hac...

.....


Aún no me he recuperado. Es Beti y no está muerta. Está como en un estado de shock. Me recuerda a los pirados de la peli esa que le gusta tanto a papá. No sé qué de los ultracuerpos. Está como ellos; no habla, no me responde, nada de nada. Tiene los músculos flácidos. Lo único que demuestra que está viva son sus ojos azules en movimiento. Cuando ve algo que le interesa ancla su mirada fría en ello. Y sólo le intereso yo. Está muy delgada. La carne de la cara se le ha incrustado en los huesos faciales. Sólo me mira.


No sé que le puede haber pasado. Por las manchas de mugre oxidada que lleva su mini túnica blanca debe de haber pasado mucho tiempo en el sótano. De las paredes interiores de sus muslos veo sangre reseca.


Creo haber oído algo abajo. Parece la voz de mamá. ¡Y la de papá!. Están empezando a discutir. Como solapan los gritos de uno con la otra no alcanzo a entender bien qué dicen. Hablan de unas niñas. Escaleras. Sangre. Juntas. Arriba. Y suben.


23 de diciembre, miércoles:




24 de diciembre, jueves:




25 de diciembre, viernes:


Patricia, te quiero. ¡Feliz Navidad!

(Bettina, 12 de marzo)

VUELO (Cuentito)

Sí, es cierto. Estoy sentado entre dos japoneses que no hacen más que beber y mirar la pantalla. A mi izquierda, tras la cabeza pequeñita del japonés, nubes enclaustradas dentro de una caja de cristal. A mi derecha, tras otra cabeza pequeñita del otro japonés, más cabezas pero estas están dormidas. Y seguimos volando. Odio volar. Es lo peor del mundo. Llegas al aeropuerto con el tiempo justo y los nervios cabreados. Una cola enorme te espera siempre en la ventanilla de facturación de tu vuelo. El niño maleducado que corre alrededor de tu maleta y que choca repetidas veces contigo: levantas la cabeza, nadie te está mirando, pasa el niño, levantas el pie, niño al suelo: ¡Mamááááááááá!. Sin tiempo a defenderse sólo se escucha el alegato de la acusación materna y la sentencia: te lo he dicho cienes de veces (todo esto gritando). ¡Que no corras que te vas a caer!. Si yo fuera el niño pediría la extradición. Pero no pienso ayudar al cabroncete ese, todo lo contrario. Y te toca facturar el equipaje: billete. Aquí lo tiene. D.N.I.. Aquí está. Está caducado; ¿tiene usted el pasaporte?. Aquí no. Le recomiendo que vaya a la comisaría del aeropuerto para tramitar un nuevo D.N.I.. ¡Joder, joder, joder!, ¿dónde está la comisaría?. Al fondo a la derecha. Y ladras las gracias a la azafata y sales corriendo en dirección al pasillo. Llegas al fondo a la derecha, abres la puerta y entras. Servicio de señoras. Pero qué hija de puta la azafata. Sales otra vez al pasillo, miras al fondo y ves que el pasillo tiene todavía otra puerta. Ha sido error tuyo debido a la combinación de prisas y nervios. Aun así, no pides disculpas mentales a la hija de puta de la azafata. Todo lo contrario. Llegas a la puerta. Es cierto. Debe ser la comisaría. Por lo menos eso dice el cartelito que reza sobre ella. Intentas abrir la puerta. Una, dos, tres veces. Cada vez más rápido. Concluyendo: está cerrada. A través del cristal esmerilado ves una nota. Ahora vuelve. Estos policías deben ser hermanos de madre de la azafata. Un, dos, tres minutos. Interpretas la versión española del baile de San Vito. Nada, no tienes público y lo que podría haber sido un éxito como el de la Macarena se queda para disfrute de una sola auto-minoría. Por fin llega la policía. A pesar que llevas una prisa del quince, al ver una tía buena como policía, todo parece que se calma de repente. Mete la llave en la cerradura mientras te mira de reojo, con los rizos rojizos que se le escapan bajo la gorra de plato, con esos morritos sensuales... es guapa y lo sabe. Estoy a punto de delinquir sólo para sentir su cuerpo sobre el mío en el momento del arresto. Suena el móvil. Mi mujer. ¡Mierda!, el vuelo. Conversación de siete coma ocho segundos que termina con un agresivo ya te llamaré. Oiga señorita. Señora, si no le importa. Empezamos bien, guapa y borde; el kit comanche de la realidad; esta policía no me lo va a poner fácil. Señora, entonces. ¿Es qué tiene alguna duda?. No, por Dios. Entonces el entonces sobra. Pues discúlpeme usted (ya no es una tía buena. Es la autoridad), verá, tengo el D.N.I. caducado y tengo que subir a un avión y... . No diga más; no hace falta, deme el viejo. Se mete por una puerta y aparece al cabo de diecisiete minutos (que a mi por lo bajo me parecen dieciocho o diecinueve). Me da un cartoncito alargado, doblado y grapado a mi D.N.I. y me dice que es un resguardo y que bla, bla, bla. Le doy las gracias e intento tocar el pito para salir. ¡Eh!, ¡oiga!... que son mil setecientas catorce pesetas. ¡Cojones!. ¿Cómo dice?. No, nada; tenga un billete de dos mil pesetas. Pues no tengo cambio, ¿no lo tendrá justo?. No, no lo tengo justo. Pues aguarde aquí que voy a buscar cambio. Y se va dejándome sólo y con cara de tonto en la comisaría. ¡Que le den!, pienso. Y agarro las de Villadiego. Estoy de nuevo en la cola de mi ventanilla de facturación. La televisión gorda que hay sobre la cabeza de la hija de puta parpadea con un mensaje que no me gusta nada. Habla sobre un embarque que no es el de mi vuelo. Pido permiso para adelantar posiciones. Denegado. ¡Mierda, mierda y mierda!. Otro niño revoloteando alrededor y tropezando repetidas veces con mi zapato. Está a punto de volver a pasar por mi lado. Dudo entre armar la five fingers o el codo español. El codo, lo tengo decidido. Apenas tres, dos, un segundo para el impacto y oigo a mi espalda un grito: ¡Eh oiga!. Me giro asustado. ¡Coño, la poli!. Tenga usted, se dejó el cambio: doscientas ochenta y seis pesetas. Gracias. De nada. Y se larga por donde vino. Y cero: impacto en el hombro del niño y sale despedido hacia el suelo. Miro a los lados (no me dio tiempo a observar el entorno antes). Ufff, nadie me vio agredir al infante. ¡Mamááááááá ¡... este señor (absorción nasal de mocos) me ha empu, empu, empujado. Disculpe señora, no vi al nene correr mientras me giraba y... No se preocupe, este niño es lo que no hay, espero sepa disculparme. Genial. La presunción de inocencia de los niños en la gente educada es algo que no existe. Al fin me toca mi turno con la azafata. (La llamo así porque es otra. Deben haberla sustituido mientras yo miraba el escote de la mamá del niño agredido). Le doy el billete, el D.N.I. envuelto con el cartoncito y oigo su voz nasal diciendo: el vuelo a Mallorca ya está cerrado. ¡Joder!, ¿y no hay manera de abrirlo?. No, cuando un vuelo está cerrado, está cerrado. ¿Y cuando sale el siguiente?. Dentro de una hora y treinta y cinco minutos. ¡Estupendo!, pues deme ese vuelo. ¿Todo?, ja,ja, es broma, no puedo, señor; su tarifa no permite cambios. Pero perdone, yo estaba aquí a mi hora pero tenía el D.... . Disculpe señor, yo no puedo hacer nada; tendrá que adquirir otro billete. ¡Y los cojones!, veintiocho mil pesetas del ala y no permite cambios... hasta una mamada tendría que llevar incluido. Ruego modere su lenguaje, señor; o me veré obligada a llamar a seguridad. Pues llame, llame, me cago en. Señor, vaya a la ventanilla de información y exponga ahí su problema; seguramente le podrán ayudar. Giro la cabeza como un velocirraptor en busca de mi presa. Veo una “i” gorda dentro de un círculo amarillo sobre fondo azul marino. Me dirijo a ella. Tengo tres personas delante. Bueno, dos. Un señor y otra mamá con un niño (el niño no cuenta como persona). Como este niño se acerque, no lo cuenta. Lo juro. La naturaleza es sabia y el niño no se acerca. Nota el miedo. Cuando se marcha con su mamá, al pasar por mi lado me mira de reojo y empieza a sollozar. ¿Qué te pasa, cariño?, ¿qué te.... . Se van y me toca a mi. Hola, mire han cerrado mi vuelo y ahora me dicen que no pueden ni abrirlo ni darme plaza en el siguiente. ¿Me deja ver su billete?, señor. Si, tenga. Esta tarifa no permite cambios. Veintioc... . ¿Quién le ha dicho que venga aquí?, usted debe dirigirse al mostrador de su compañía aérea. Pues me lo ha dicho la azafata de facturación de la mesa doce. La Juani, ¡qué cabrona!, es el tercero que me envía esta semana. ¿Perdone?. Nada, disculpe, hablaba con mi compañera, usted debe dirigirse al mostrador de su compañía aérea, a ver, si, tiene usted el mostrador de Averia en el piso de arriba, gracias. Me doy media vuelta y veo el mostrador de Air Japan. Hoy ya me han tocado los huevos demasiadas veces. Me voy a Tokio. Total, es un cuento y puedo hacer lo que me venga en gana.
Adiós.

Perdón por el retraso...


Tengo un poco abandonado este espacio. Lo cierto es que no tengo excusa.
Hoy he vuelto a escribir unos versos. Hacía tiempo que no lo hacía. Me ha gustado hacerlo.

GOLPES EN LA PUERTA

Pierdo el tiempo entre los silencios
de tu boca y mis deseos de oirte.
Cuando no hablas, invento tus palabras,
cuando tus labios se mueven,
imagino y yerro el significado.

¡Golpes en la puerta!
No cierro nunca, puedes pasar.

Es tremenda la fuerza dibujada
en los golpes: uno, otro, otro más...
Tan tremenda tragedia
y sólo precisa de un segundo
para sacudirla del recuerdo:
La puerta se abre con un gesto
educado, sutil, sencillo y amable.

Se mantiene cerrada.

Los golpes no piden permiso.
Tan sólo son avisos.
No cierro nunca, puedes pasar.
Más golpes, muchos más,
silencio en tu boca, deseos erróneos,
rostro desfigurado.